En 1920, el ingeniero naval ruso Yevgueni Ivánovich Zamiatin escribió una notable novela distópica titulada “Nosotros”, que fue censurada en la Unión Soviética hasta la perestroika y publicada por primera vez en inglés en 1924. En esta obra, se describe una sociedad dominada por un poder único que impone la uniformidad: “No hay nombres, ni personas, ni distinciones de género en el Estado Único, solo números”.
Para aquellos que no estén familiarizados con el concepto de distopía, se refiere a una sociedad ficticia e indeseable, opuesta a la utopía. Escritores destacados como Zamiatin, George Orwell, Ray Bradbury y Aldous Huxley han imaginado futuros distópicos donde la humanidad es constantemente vigilada, privada de lectura o sometida a condiciones que fomentan una felicidad artificial. Sin embargo, también podemos visualizar presentes distópicos, y el nuestro parece asemejarse peligrosamente a uno.
España: un gobierno sin respaldo
España vive un momento inédito que parece irreal: con un gobierno carente de apoyo social sólido y casi incapaz de gobernar. Esto se evidencia en las recientes declaraciones de Junts, quienes han prometido retirar su apoyo parlamentario a Pedro Sánchez, dejando al ejecutivo sin margen para implementar su programa político.
El panorama recuerda a sistemas que operan por inercia; un ejecutivo en tiempo extra sustentado hasta ahora por una compleja red de alianzas formadas tras una ajustada investidura. Ahora enfrenta la dura realidad de no poder aprobar presupuestos ni leyes e incluso le resulta imposible convalidar decretos-leyes, herramienta utilizada frecuentemente durante esta legislatura marcada por la distopía.
A pesar de todo esto, el gobierno de Sánchez persiste sin mostrar intención de convocar elecciones y opta por recurrir a una última estrategia: el desarrollo reglamentario. Un gobierno sin Parlamento solo puede convertir decretos y órdenes ministeriales en herramientas para mantener la apariencia de actividad gubernamental. Esta táctica conlleva riesgos evidentes: legislar por vías poco claras o reinterpretar normas podría resultar en una avalancha de recursos legales confiando en que los efectos políticos ya habrán calado cuando se tomen decisiones.
La moción de censura tampoco parece ser una opción viable hoy en día en España; los socios y exsocios del ejecutivo prefieren no facilitarle la victoria a la oposición. Así queda congelado el tablero político.
En este contexto distópico actual, a la oposición no le queda más remedio que asumir funciones gubernamentales: transformar esta situación adversa en oportunidades para España. Pero ¿cómo se ejerce el gobierno desde la oposición? Teóricamente es sencillo pero prácticamente complicado: un partido opositor propone leyes demandadas por los ciudadanos y sorprendentemente alguno de los exsocios o actuales aliados del gobierno decide apoyarlas. El resultado sería paradójico: un Estado donde el gobierno no ejerce su función mientras que la oposición legisla. Esto invierte el principio básico de democracia parlamentaria donde el ejecutivo debería ser motor del impulso político.
Puedo imaginar una Cámara de Diputados dispuesta a aprobar medidas ajenas al Consejo de Ministros impulsadas desde las filas opositoras para abordar las necesidades reales de jóvenes, mayores, emprendedores y trabajadores; todos ellos deseosos de ver acciones concretas más allá del conflicto electoral entre políticos. ¿Es tan difícil permitir que las demandas sociales marquen la agenda política? Solo así podrían prosperar normas favorables para autónomos o iniciativas económicas que limiten las capacidades reglamentarias del ejecutivo.
Cuando se ignora al ciudadano, la política se convierte en un juego arriesgado. Charles de Gaulle advirtió alguna vez: “La agitación en el Estado tiene como consecuencia ineludible la deserción de los ciudadanos de las instituciones”. No permitamos que este sea nuestro presente ni futuro; evitemos caer en lo dicho por Talleyrand sobre nuestros representantes políticos: “No han aprendido nada y no han olvidado nada”.
